El anticuario by Sir Walter Scott

El anticuario by Sir Walter Scott

autor:Sir Walter Scott
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Histórico, Romántico
publicado: 1816-01-01T00:00:00+00:00


Si se encuentra la tumba de Misticot,

serán perdidos y reconquistados

los dominios de Knockwinnock.

Oldbuck, con los anteojos sobre la nariz, ya se había arrodillado delante del monumento y estaba inspeccionando, con los ojos y los dedos, los ruinosos emblemas de la efigie del guerrero fallecido.

—Son las armas de Knockwinnock, estoy seguro —exclamó—, y el escudo de armas de los Wardour.

—Richard, llamado Wardour el Manos Rojas, se casó con Sybil Knockwinnock, la heredera de la familia sajona, y esa alianza —explicó sir Arthur— trajo el castillo y la tierra al nombre de los Wardour, en el año de Dios de 1150.

—Muy cierto, sir Arthur; y aquí está la contrabanda, la señal de ilegitimidad, que se extiende en diagonal por los dos escudos. ¿Cómo es posible que no hayamos visto este curioso monumento antes?

—Sí, ¿dónde estaba la losa, cómo es que no ha aparecido antes ante nuestros ojos? —dijo Ochiltree—. Porque yo conozco esta iglesia desde que era niño, hace ya más de sesenta años, y nunca la había visto; y no tiene precisamente el tamaño de una mota de polvo que uno no ve en sus gachas.

Y todos forzaron la memoria para traer a ella el estado anterior de esa esquina del presbiterio, y hubo acuerdo en recordar un considerable montón de escombros que debían de haber retirado y esparcido en otro lugar para que la tumba fuera visible. Solo sir Arthur podría, de hecho, recordar el monumento por la ocasión precedente, pero su cabeza estaba entonces demasiado agitada para percibir la novedad.

Mientras los asistentes estaban absortos en estos recuerdos y conversaciones, los obreros continuaban su labor. Habían cavado casi cinco pies y, como sacar la tierra era cada vez más difícil, empezaban a resentirse del esfuerzo.

—Hemos llegado al fondo —dijo uno de ellos—, y aquí no hay féretro ni nada; apuesto a que algún listo ha estado aquí antes que nosotros.

Y el obrero salió de la tumba.

—A ver, amigo —dijo Edie, ocupando su sitio—, deja que lo intente este viejo enterrador; sois buenos buscadores, pero malos encontradores.

Apenas hubo entrado en la tumba, hundió la empuñadura de su bastón en el fondo; encontró resistencia, y el mendigo exclamó:

—Ni mitades ni cuartos; todo para mí, y nada para mi vecino.

Todos, desde el descorazonado baronet hasta el huraño adepto, se arremolinaron alrededor de la tumba, ahora poseídos por la curiosidad, y habrían saltado dentro si hubiera habido suficiente espacio. Los obreros, que habían empezado a decaer en su aparentemente vano esfuerzo, recogieron sus herramientas y volvieron al trabajo con renovado ardor. Pronto las palas rozaron una dura superficie de madera, que, al despejar la tierra, adoptó la forma definida de un cofre, aunque mucho más pequeña que la de un ataúd. Todas las manos se aplicaron en sacarlo de la tumba, y todas las voces, al alzarlo, elogiaban su peso y auguraban su valor. No se equivocaban.

El cofre o la caja fue colocado en la superficie, y la tapa forzada con la ayuda de un pico; ante ellos apareció en primer lugar una burda lona que cubría una capa de estopa; debajo vieron una cantidad de lingotes de plata.



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